Nuevas perspectivas frente a la obesidad. Lo hemos oído, leído, y realmente todo el tiempo está en la palestra: la obesidad es una epidemia mundial. Según estudios sus niveles se han duplicado globalmente en las últimas 3 décadas, pero fuera de razones estéticas o consideraciones individuales, el sobrepeso mórbido es un factor de riesgo en un rango muy amplio de enfermedades.
Por un lado, cerrar la boca es lo que parece más indicado, pero a juzgar por los pobres resultados desde que el mundo es mundo, resulta que siempre han existido dietas. Como lo reseña el interesante y picante libro Calorías y corsés, una historia de las dietas durante 2000 años, de Louise Foxcroft, se recurre a medicamentos e intervenciones quirúrgicas. ¿No hay más?
Así mismo, parece que sí y la cosa viene por el lado de las neurociencias. ¿Qué desencadena las ganas de introducirnos algo a la boca? Pues el hambre. ¿Y qué es el hambre?
Una señal que comienza en el estómago, donde las hormonas trasladan esta sensación hasta el sistema nervioso central: una vía que conecta las entrañas con el cerebro, y está hecha de impulsos nerviosos y corrientes sanguíneas.
La neurociencia tiene la respuesta ante la obesidad
De tal modo, el cerebro procesa datos tales como la cantidad de comida que ingresa en el organismo, la cantidad de energía que gasta; y regula el torrente de ciertas moléculas que pueden aumentar o disminuir el apetito según los grupos de neuronas a los que llegan. Pues bien, un método novedoso es congelar una parte del nervio Vago que lleva señales de hambre al cerebro.
De esa forma se altera el balance entre percepción de hambre y falta de apetito en favor de lo segundo, lo que constituye una forma de reducir la ingesta de alimentos a través de manipular las ganas de comer.
Por otro lado, el nervio vago, que es cualquier cosa menos ociosa, conecta los órganos internos con el cerebro. Desencadena alarmas de todo tipo (incluyendo el hambre) y se encarga de desactivarlas. Además de lo relatado en los párrafos anteriores, los ejercicios de respiración tienen un impacto en el estado de ánimo y disminuyen la fuerza de las señales de apetito, y a su vez consolidan las de saciedad.
Nuevas perspectivas para un problema que nos agobia y que, además de sus dimensiones individuales, tiene que ver con una sociedad obsesionada con la forma corporal, al mismo tiempo que ofrece sin pausa manjares exquisitos.
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